Miguel Fuenmayor.
Docente del PFG en Comunicación Social,
UBV Eje Geopolítico Cacique Mara.
Mi amiga Andreina Alcántara me pidió
que publicara en Facebook las portadas de los libros que han sido
significativos en mi vida, para entre otras cosas, incentivar la lectura en
estos tiempos de confinamiento por la Pandemia del Coronavirus 19. Pero creo que esta solicitud merece una
introducción. Aquí vamos con ella. El primer texto que marcó mi vida fue el
libro Coquito: con él aprendí a leer y escribir en la Escuela Silvestre Sánchez
del sector El Curarire en La Concepción. La generación anterior de venezolanos
aprendió a leer en las escuelas con el libro Mantilla. En ese tiempo era un
reto para los niños de la escuela primaria aprender a leer y escribir en primer
grado, quien no lo hiciera era considerado un bruto. Los niños que no pasaban
el examen de lectura con el severo maestro “Ochoa” desaparecían de la escuela y
tenían que dedicarse a las faenas del campo o al trabajo con sus padres en las
granjas de pollos y gallinas de la zona.
Formo parte de una numerosa familia
wayuu. Mis padres eran de escasa formación académica formal, pero a sus once
hijos los estimularon a estudiar y trabajar en las faenas del campo, como lo
propuso Simón Rodríguez en su tiempo. Mi madre por decisión personal nunca
quiso aprender a leer y escribir, pensaba que ello no era necesario para su
vida y tenía razón. Mi padre sí sabía leer y escribir. Y, por sus habilidades,
destrezas y conocimientos ha podido recibir varios doctorados Honoris Causa en
varias ramas de la ciencia: atendía partos, trajo al mundo a dos de mis
hermanas; operaba lesiones simples de las faenas del campo (recuerdo que una
vez suturó la rótula de un primo que se la había cortado de un machetazo
cortando monte), aplicaba inyecciones, extraía muelas, esterilizaba diversos
animales y fue excelente administrador.
Mi padre administraba una granja y
una estación de gasolina en los años 60 y 70. Allí llegaban los periódicos: El
Nacional, El Universal, Panorama y Crítica, además de las revistas
Cosmopolitan, Vanidades y Selecciones. Allí me enamoré rabiosamente de la
lectura y los periódicos. Fue a través de la prensa que, seguía con zozobra las
desventuras de los chilenos por el Golpe contra Salvador Allende, creo que en
ese momento escuchando las conversaciones de papá y mi tío Bartolo tomé
conciencia política. Por eso cuando los venezolanos comenzaron a migrar a
Chile, los imaginaba masacrados en el Estadio Nacional, donde mataron a Víctor
Jara, y me decía: esa gente no sabe nada de historia. Por un trágico evento en
la familia, tuvimos que migrar del campo a la ciudad de Maracaibo. Nuestra vida dio un vuelco muy profundo y los
libros no eran prioridad en ese momento. A pesar de ello, continué mis estudios
en varias escuelas de la ciudad y me gradué de primaria en el Colegio Atanasio
Girardot de la Avenida Los Haticos. Recuerdo que allí una maestra nos enseñaba
a cantar con la canción de la Federación: ¡Oligarcas Temblad, Viva la libertad!
Inicié el bachillerato en el Liceo José Antonio Rincón, pero el olor y sabor
profundo de la lectura volvió a mi vida en cuarto año con “Cien Años de Soledad”,
estudiaba en ese momento en el Liceo Udon Pérez. Disfruté ese libro, me sabía
de memoria varias páginas y las podía recitar. A partir este momento los libros,
la lectura y escritura han marcado mi camino o viceversa.
A finales de los años 80 entré a la
Universidad del Zulia. Primero a la Escuela de Educación y después a la Escuela
de Comunicación Social. Por un error ortográfico en un ejercicio de redacción
con el profesor José “Cheo” González, comencé a visitar a la biblioteca de la
Facultad de Humanidades y Educación. Allí entré al mundo de la literatura
norteamericana, francesa, inglesa y latinoamericana. Creo que fui el lector más
fiel de la biblioteca Raúl Osorio durante mi formación como periodista, todos
los fines de semana y en las vacaciones me llevaba libros para leer en casa o
en nuestra residencia del campo en El Curarire. Soy fanático de Truman Capote,
comparto su opinión de que hay que leer de todo: “hasta las etiquetas de los
productos”, como señaló en una famosa entrevista. Con mi amigo Oscar José
Antepaz, compartíamos lecturas y comprábamos libros a un señor que los vendía en
la plazoleta de la Biblioteca de Humanidades y Educación. Mi amigo Oscar, era
de Cabimas, por eso se quedaba todo el día en la Universidad y yo le
acompañaba. Fueron momentos gratos de compartir libros y lecturas. Además, no
se puede concebir la lectura sino acompañada de amor, de poesía, o intentos de
ella. Otra persona que influyó en mis gustos literarios de esa época fue la
profesora Milagros Socorro. Igualmente mi abuela materna Ana Alcira Fuenmayor,
quien era de cultura oral, y nunca la vi con un libro en la mano, pero contaba
historias tremendas en las madrugadas. Ella fue una wayuu pionera, fue la primera
persona de la zona de El Curarire que tenía en su casa: radio, televisor y picó
(reproductor de sonido), pienso que eso ayudó a mi formación personal. En su
casa, los fines de semana se escuchaba a Benny Moré, La Sonora Matancera y
Aníbal Velásquez. En la Televisión, veíamos a el Tarzán de Jhony Weismuller y
la lucha libre. En Navidad y fin de año sus fiestas eran monumentales, venía
gente de todos lados a bailar, beber y comer sus dulces y sancochos.
Finalmente, puedo decir que el periodismo,
quizás hasta la vida, no se concibe sin lectura, así que continúo leyendo,
ahora que es más fácil y accesible leer, escribir y publicar, antes comprar un
libro era una odisea para muchos. Creo que un buen lector, es un buen melómano,
un buen cinéfilo, en fin, una buena persona. La lectura nos lleva a muchos caminos,
a otras vidas, y a mirarnos a nosotros mismos y como decía el poeta Antonio Machado:
“caminante no hay camino, se hace camino al andar”. Siempre recuerdo en mis
clases que algunos presidentes destruyen bibliotecas y libros, pero hay otros
que crean universidades y regalan libros: el bien y el mal siempre andan
juntos, pero no revueltos.
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