martes, 17 de febrero de 2015

Una historia en el río



Alexander Montiel. Estudiante
mg21alexander@gmail.com

Santiago viajaba en el bus que conducía a Ciudad Bolívar; este viaje cambiaría su destino. Iba vestido de camisa blanca manga larga, se la había regalado su madre después de que se graduó de comunicador social en la Universidad del Zulia en 1998.

Su pantalón de vestir y sus zapatos negros reflejaban su sencillez y buenas costumbres. Con su bolso y su cámara se preparaba para realizar su trabajo de investigación y fotografía, cuando de repente tuvo una sensación en su cuerpo que le decía que algo iba a suceder. Al llegar a la terminal de Ciudad Bolívar se dirigió a un hotel donde pasaría la noche. El hotel estaba ambientado según las costumbres aborígenes de Venezuela. Al amanecer, Santiago vislumbró el sol resplandeciente que calentaba después de la fría noche. Era el 21 de septiembre, según vio el calendario antes de irse a las afueras del lugar. El joven percibió la presencia de una gran cantidad de turistas de diferentes zonas del país. Allí conoció a José Domingo González, quien lo llevaría a destino.

– Mucho gusto señor, me llamo Santiago Rodríguez y he venido a recorrer el río de esta zona para sacar unas fotografías y realizar un trabajo de investigación sobre la flora y fauna.

José Domingo González solo se limitó a saludar, sin decir muchas palabras. Era un hombre de relucientes canas, pequeño, de piel morena y su mirada taciturna reflejaba la experiencia de la vida.

Pasadas las horas, ya estando en el bongo, Santiago ya había realizado algunos apuntes y hecho algunas fotos, cuando su compañero a bordo le preguntó algo inquietante:

– ¿Qué es lo que en verdad buscas aquí?
– Disculpe. ¡Ah, claro!, como ya le he dicho, señor José, solo he vendido a hacer mi trabajo. ¿Por qué?
– Por nada.

Permanecieron un momento callados, mientras pasaba el tiempo velozmente, cuando Santiago le preguntó algo que le inquietaría el corazón a José Domingo:
– ¿Y por qué mientras termino no me cuenta una historia? Por allí escuché que usted sabe contar buenas fábulas. José Domingo quedó pensativo, pero de un momento a otro se decidió a hablar:

– Está bien, hijo, te voy a contar una historia que te hará reflexionar. En 1550, los españoles llegaron a las costas latinoamericanas y viajaron por estos rumbos, ya que había el rumor de la presencia de joyas preciosas, oro y diamante, debajo de estas tierras. Por esto, capturaron a miles de aborígenes, haciéndolos sus esclavos y violentando sus derechos, con el fin de utilizarlos como herramienta para la extracción en la tierra y para sacar las riquezas de este lugar. La mayoría de los aborígenes fueron cruelmente asesinados por no obedecer y resistirse, pero un grupo que logró huir hacia los bosques más lejanos, llenos de dolor y sufrimiento por la pérdida de sus familiares, decidió realizar algo sorprendente. Para nadie es un secreto que estas tribus hacían rituales y conjuros mágicos que aprendían de la madre naturaleza.

De los barcos que navegaban por este río, uno de los tripulantes se percató de que algo andaba mal. Veía sombras extrañas bajo la profundidad. Antes de que el marinero pudiera decir algo, el agua se agitó de una manera descomunal y las flotas de los navíos españoles temblaban con su tripulación a bordo. Del agua emergieron criaturas enormes. Los ojos de los españoles vieron salir de las profundidades a cocodrilos enormes y serpientes blancas de igual tamaño que arremetieron contra ellos y empezaron a destrozar su cóncavas naves. Ingenuos, clamaban a Dios, pero totalmente en vano.

Solo quedaron trozos de madera en una marea roja. Esto generó no solo temor sino la huida de los españoles hacia costas más lejanas. Así que, ¿qué te pareció, Santiago? Santiago se rió y después dijo:

– Qué historia más increíble y utópica. Por favor, no creas que te voy a creer algo tan absurdo. Admito que es una buena fábula, pero no creo que eso haya pasado alguna vez.
– No sea escéptico Santiago, a veces las historias menos pensadas pueden ser las más ciertas.
– Tal vez.
– Si te conté esta historia fue con el propósito de enseñarte el valor de las decisiones y los errores que cometemos en la vida. Ya sabes, a veces la avaricia y las malas intenciones corrompen el espíritu del hombre, por ende los verdaderos valores son los buenos actos que se hacen para ayudar a los demás y que esto forje la unión de todos por igual. Ahora bien, Santiago, vienes aquí no solo por cuestiones de trabajo, sino a la vez a encontrar una respuesta, pero esa respuesta solo puede ser contestada por ti mismo.
– Tienes razón, José Domingo.

Escuchar las sabias palabras de ese señor que apenas conocía lo hizo pensar y reflexionar mucho. Ya estaba por atardecer y el sol ya se escondía sobre una montaña lejana. Entonces Santiago se incorporó sobre el bongo a plena vista de su compañero.

Más allá de creer o no esa gran historia, pensaba en lo último que le había dicho José Domingo. Ese día, Santiago buscó la respuesta en su corazón. Miró hacia el cielo que empezaba a oscurecerse y dijo en voz alta su respuesta:

¡Ser feliz!

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