Alexander Montiel. Estudiante
mg21alexander@gmail.com
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Santiago viajaba en el bus que conducía a Ciudad
Bolívar; este viaje cambiaría su destino. Iba vestido de camisa blanca manga
larga, se la había regalado su madre después de que se graduó de comunicador social
en la Universidad del Zulia en 1998.
Su pantalón de vestir y sus zapatos negros reflejaban
su sencillez y buenas costumbres. Con su bolso y su cámara se preparaba para realizar
su trabajo de investigación y fotografía, cuando de repente tuvo una sensación
en su cuerpo que le decía que algo iba a suceder. Al llegar a la terminal de Ciudad
Bolívar se dirigió a un hotel donde pasaría la noche. El hotel estaba ambientado
según las costumbres aborígenes de Venezuela. Al amanecer, Santiago vislumbró
el sol resplandeciente que calentaba después de la fría noche. Era el 21 de
septiembre, según vio el calendario antes de irse a las afueras del lugar. El
joven percibió la presencia de una gran cantidad de turistas de diferentes
zonas del país. Allí conoció a José Domingo González, quien lo llevaría a
destino.
– Mucho gusto señor, me llamo Santiago Rodríguez
y he venido a recorrer el río de esta zona para sacar unas fotografías y realizar
un trabajo de investigación sobre la flora y fauna.
José Domingo González solo se limitó a saludar,
sin decir muchas palabras. Era un hombre de relucientes canas, pequeño, de piel
morena y su mirada taciturna reflejaba la experiencia de la vida.
Pasadas las horas, ya estando en el bongo, Santiago
ya había realizado algunos apuntes y hecho algunas fotos, cuando su compañero a
bordo le preguntó algo inquietante:
– ¿Qué es lo que en verdad buscas aquí?
– Disculpe. ¡Ah, claro!, como ya le he dicho, señor
José, solo he vendido a hacer mi trabajo. ¿Por qué?
– Por nada.
Permanecieron un momento callados, mientras
pasaba el tiempo velozmente, cuando Santiago le preguntó algo que le inquietaría
el corazón a José Domingo:
– ¿Y por qué mientras termino no me cuenta una
historia? Por allí escuché que usted sabe contar buenas fábulas. José Domingo
quedó pensativo, pero de un momento a otro se decidió a hablar:
– Está bien, hijo, te voy a contar una historia
que te hará reflexionar. En 1550, los españoles llegaron a las costas latinoamericanas
y viajaron por estos rumbos, ya que había el rumor de la presencia de joyas
preciosas, oro y diamante, debajo de estas tierras. Por esto, capturaron a
miles de aborígenes, haciéndolos sus esclavos y violentando sus derechos, con
el fin de utilizarlos como herramienta para la extracción en la tierra y para
sacar las riquezas de este lugar. La mayoría de los aborígenes fueron cruelmente
asesinados por no obedecer y resistirse, pero un grupo que logró huir hacia los
bosques más lejanos, llenos de dolor y sufrimiento por la pérdida de sus familiares,
decidió realizar algo sorprendente. Para nadie es un secreto que estas tribus
hacían rituales y conjuros mágicos que aprendían de la madre naturaleza.
De los barcos que navegaban por este río, uno de
los tripulantes se percató de que algo andaba mal. Veía sombras extrañas bajo
la profundidad. Antes de que el marinero pudiera decir algo, el agua se agitó
de una manera descomunal y las flotas de los navíos españoles temblaban con su tripulación
a bordo. Del agua emergieron criaturas enormes. Los ojos de los españoles
vieron salir de las profundidades a cocodrilos enormes y serpientes blancas de
igual tamaño que arremetieron contra ellos y empezaron a destrozar su cóncavas
naves. Ingenuos, clamaban a Dios, pero totalmente en vano.
Solo quedaron trozos de madera en una marea roja.
Esto generó no solo temor sino la huida de los españoles hacia costas más
lejanas. Así que, ¿qué te pareció, Santiago? Santiago se rió y después dijo:
– Qué historia más increíble y utópica. Por favor,
no creas que te voy a creer algo tan absurdo. Admito que es una buena fábula, pero
no creo que eso haya pasado alguna vez.
– No sea escéptico Santiago, a veces las historias
menos pensadas pueden ser las más ciertas.
– Tal vez.
– Si te conté esta historia fue con el propósito
de enseñarte el valor de las decisiones y los errores que cometemos en la vida.
Ya sabes, a veces la avaricia y las malas intenciones corrompen el espíritu del
hombre, por ende los verdaderos valores son los buenos actos que se hacen para ayudar
a los demás y que esto forje la unión de todos por igual. Ahora bien, Santiago,
vienes aquí no solo por cuestiones de trabajo, sino a la vez a encontrar una respuesta,
pero esa respuesta solo puede ser contestada por ti mismo.
– Tienes razón, José Domingo.
Escuchar las sabias palabras de ese señor que
apenas conocía lo hizo pensar y reflexionar mucho. Ya estaba por atardecer y el
sol ya se escondía sobre una montaña lejana. Entonces Santiago se incorporó sobre
el bongo a plena vista de su compañero.
Más allá de creer o no esa gran historia, pensaba
en lo último que le había dicho José Domingo. Ese día, Santiago buscó la
respuesta en su corazón. Miró hacia el cielo que empezaba a oscurecerse y dijo
en voz alta su respuesta:
¡Ser feliz!
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