A la derecha se va a San Jacinto, a la izquierda para El Naranjal, derecho a la Av. Guajira. Atrás, Av. FFAA |
José Javier León
Era 10 de julio de 2017. Lo recuerdo claramente porque era
el día de mi cumpleaños. Venía de la Universidad Bolivariana, desde su sede de
la Rinconada, vía La Concepción. Un milagroso transporte público nos sacó hasta
la vía principal ya trancada con palos y basura prendida en fuego. Comencé a
caminar en dirección a La Curva sabiendo ya que lo que venía iba a ser
poderosamente fuerte. Grupos iban, otros venían, atestiguando la violencia. Yo
caminaba sin establecer contacto visual con los encapuchados que lanzaban
botellas y piedras contra las fachadas de los comercios. En medio del humo,
escucho mi nombre. Una compañera de trabajo me grita que la acompañe, que había
logrado hablar con un amigo que en un carro se iba a acercar para rescatarla.
Era insólito pero sí, el muchacho llegó y nos montamos viendo cómo se nos
aproximaba una avalancha esparciendo cauchos, gasolina y bombas molotov. El
chofer arrancó sorteando calles y callejuelas, y la violencia quedó atrás a
medida que se internaba en los barrios que van de La Curva hasta la Bomba Caribe,
La Esperanza y El Cují, donde finalmente me dejaron. Allí comenzaba otra vez el
escenario de guerra. Recuerdo a un hombre mayor, semidesnudo, poniendo piedras
como de río en la carretera, diciendo incoherencias. ¿De dónde salían esas
piedras enormes, casi blancas? Era como un paisaje lunar, caótico, un cuadro
dantesco, peligroso, de horrísona y prolongada destrucción. Los semáforos y los
postes tumbados a lo largo y ancho de calles asoladas. Lo más cerca era entrar
directamente a San Jacinto, en dirección al sector 4, pero la violencia en la
entrada a la urbanización era tal que debí dar una larga vuelta. Caminé hasta
la entrada de La Piccola. Desde ahí hasta el centro comercial La Cascada había
basura y fuego. Unas señoras frente a sus casas rezaban y habían puesto altares
con imágenes de vírgenes y santos, y cavas y mesas como para un picnic desquiciado.
Los jóvenes encapuchados recorrían la zona como perros por su casa y las
señoras eran como sus abuelas. Yo caminaba sin mirar mucho y menos
detenidamente, y sobre todo, sin mirar a los ojos de nadie. Para entonces ya
era más o menos terriblemente común la quema de personas identificadas con el
chavismo. En esa esquina entre el centro comercial La Cascada y la urbanización
La Guaireña, que lleva al sur a El Naranjal y al norte a San Jacinto, se
repetía otra vez la destrucción máxima. Semáforos y postes en el suelo,
tanquillas abiertas convertidas en fosos, árboles y basura en forma de
barricadas, la guarimba en su expresión plena. Por ahí pasé, aterrado. Hoy, en
medio de la paz en que vivimos, intolerable para los empresarios y comerciantes
que detestan irracionalmente al gobierno nacional, esa esquina es
definitivamente otra. Después de las guarimbas del 2017 y de la paz que trajo
la Constituyente, la esquina fue abandonada a su suerte y un bote de aguas servidas
se enseñoreó de todo el espacio. Hasta que recientemente, la Alcaldía de
Maracaibo inició un trabajo de alta envergadura, estructural, única alternativa
al abandono que por largos años sufrió esa transitada arteria vial. Un trabajo
de ingeniería sin remiendos ni paños de agua tibia nos muestra hoy un espacio
verdaderamente recuperado, signo de ese poco a poco renacer de la ciudad que
pregona el lema de la gestión de Willy Casanova. Del Centro hasta acá hay un
largo y enorme trecho. Hay mucho por hacer, pero de las imágenes de guerra del
2017 a estas de hoy, hay un trecho más profundo, que debemos evaluar con el
corazón en la mano. Sí, falta mucho, pero siempre faltará mucho cuando se ha
tenido por tanto tiempo tan poco y tanto desdén y desidia. Por mi parte, me
siento orgulloso y esperanzado. No es poco, cuando nos querían lejos y
despotricando. Sigamos juntos. Sólo amando, venceremos.
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