Lecciones
de los maestros, de
George Steiner.
Ediciones Siruela. Fondo de Cultura Económica. México. Pp. 187
José Javier León
“Sin soledad no hay visión;
sin audiencia, por restringida que sea,
no se puede revelar ninguna verdad”
“Una sociedad como la del beneficio
desenfrenado, que no honra a sus maestros,
es una sociedad fallida”
“El único Maestro auténtico es la muerte”
G. Steiner
¿Qué enseñamos cuando enseñamos? Esta pregunta me la hice por
primera vez hace un tiempo en un salón de clases frente a un grupo
de estudiantes un poco perplejos. No creo que sea común que el
profesor, docente o maestro se pregunte en vivo sobre asuntos sobre
los cuales no tenga respuesta, como las que de alguna manera exigen y
reclaman los estudiantes en general. Porque ahí está la cuestión;
les decía: ustedes creen que yo sé y, si pregunto, suponen que
sé la respuesta como suponen también que yo
sé que ustedes no la tienen, o no al menos como yo la tengo, en
ese silencio hay un abismo expectante y escrutador y sus ojos se
fijan en mi como si se tratara de un oráculo. Ha sido
establecido que el maestro sabe y que los estudiantes no. Yo soy, les
dije, en este momento, quien sabe y quien administra lo que aquí se
sabe o debe saberse. Y será esta medida la que se tome para medir,
evaluar, sancionar sus saberes sobre las cuestiones tratadas.
Fue esta cadena de supuestos la que se desbarató cuando les dije: yo
no sé la respuesta de lo que pregunto y es más, me he valido hasta
ahora de esta autoridad para preguntar y exigir
respuestas. Renuncio, y desde ahora, sépanlo, hablaré
sólo de(sde) lo que no sé.
La autoridad del docente es sin duda alguna un fetiche, instaurado en
las conciencias de todos los que hemos sido formados bajo este
sistema escolar, levantado sobre técnicas filosóficas-académicas
cuya vigencia según Steiner, se remonta a las “catastróficas
circunstancias de los siglos III y IV” (p. 48) Hemos creído
incluso sin saberlo pero con fe ciega que el maestro, el docente, el
profesor, sabe. Podemos dudar de su saber, pero la situación en la
que nos hemos encontrado es de tal minusvalía que perderíamos
tiempo y energía dudando, por lo que antes bien preferimos aceptar
su saber como cierto y a partir de allí, aceptamos dócilmente la
evaluación.
Valga la introducción para anunciar que la nota que seguirá sobre
el libro de George Steiner (París, 1929), que deja afuera un sinfín
de temas palpitantes como la oralidad frente a la escritura, los
rasgos biográficos y los intríngulis del amor y el erotismo,
partirá de ese asombro que se refugia en la duda del maestro, en las
dudas sobre su saber e intentará detenerse un paso atrás, antes del
intento de formular un concepto, su mirada particular sobre un
fragmento del mundo.
Y ese paso atrás, he aquí lo interesante, no está hecho de
palabras sino de silencios y en el silencio habla el cuerpo, su
presencia: “No acudí al Maggid para oír la Torá -rememora el
rabino Leib-, sino para ver cómo se desata sus zapatos de fieltro y
se los vuele a atar” (p. 148) ¿De qué está hecho ese gesto? No
se trata de algo ejemplarizante, más bien sólo muestra, revela,
enseña, una forma del tiempo hecha cotidianidad, una
presencia fugaz que nos constata que la realidad está ahí para
desaparecer para siempre y no dejar huella. Colige con la frase: “La
enseñanza ejemplar es actuación y puede ser muda” (p. 13) como
dialoga en el mismo idioma con esta otra, líneas más abajo: “Con
respecto a la moral, solamente la vida real del Maestro tiene valor
como prueba demostrativa. Por tanto, “Queda siempre abierta la
cuestión, dice Steiner, de si las doctrinas del Maestro pueden
expresarse con palabras, pueden trasmitirse verbalmente” (p. 150).
“Sócrates y los santos enseñan existiendo” (p. 13). La clave
parece estar entonces, en la existencia. “Hombre no es sólo el que
vive, ‘es el que sobrevive’” (p. 106).
Convertir en ejemplo la nada que somos, mostrar que somos mortales y
que en absoluto algo quedará (de nosotros), está de alguna manera
latiendo en el Eclesiastés: Vanidad de vanidades, todo es vanidad.
“La suprema norma moral es ne pas réussir [no
tener éxito]” (p. 106). Más adelante, la misma idea nos
acosa: “El auténtico escritor debe ‘ser capaz de ser pobre’”
(p. 122) y en la página siguiente cita que Henry Adams era “un
ejemplo representativo de educación: pero de una educación llevada
hasta el fracaso, en contraste con la educación normal, que se
detiene en la fórmula del éxito” (p. 123).
Pretender que esto se sepa pone en peligro la riqueza de los que
tienen, pues sus haberes se valen del prestigio, y derruir el
prestigio de las cosas ha sido la tarea de los maestros que se
despojan hasta de su propia existencia. De ahí la dificultad de
convertir la enseñanza en un oficio por el cual percibir dinero,
siendo que enseñar es desposesión, despojamiento. “Si el maestro
es verdaderamente un portador y comunicador de verdades que mejoran
la vida, un ser inspirado por una visión y una vocación que no son
en modo alguno corrientes, ¿cómo es posible que presente una
factura?” (p. 23) “La auténtica enseñanza es una vocación. Es
una llamada” (p. 25) “¿Cómo es posible poner precio a la
revelación?” (p. 27) De aquí se sigue: ¿Cómo evaluar a los
estudiantes, a los que se les ha entregado una revelación? “Que
los raspe la vida”, nos dijo alguna vez el poeta Hesnor Rivera, a
la sazón profesor en la escuela de Letras de la Universidad del
Zulia ante una pila de trabajos por corregir… En verdad, como diría
Marx citado por Steiner: “sólo se puede cambiar amor por amor y
confianza por confianza” (p. 33).
Soy del parecer que la enseñanza no es un oficio intercambiable por
dinero, creo con Steiner que “Una sociedad enfocada hacia las cosas
esenciales podría proveer de las necesidades materiales a sus
enseñantes” (p. 28). Entiendo el enseñar como la búsqueda del
reino de Dios, por tanto, lo demás ha de venir por añadidura.
Educar el espíritu humano en lo estético, filosófico e intelectual
“eterniza no sólo al individuo sino a la humanidad” (p. 59).
“Hasta en un nivel humilde -el del maestro de escuela-, enseñar,
enseñar bien, es ser cómplice de una posibilidad trascendente”
(p. 173).
Steiner atribuye a la americanización de la enseñananza el
paso a la “burocracia empresarial” de la academia (p. 166), y el
negocio, deberíamos saberlo, es la negación del ocio (nec
otium), y ocio viene del griego skhole,
de donde nos llega trasegando siglos la palabra ‘escuela’.
Recuperar pues, la gratuidad y el ocio, está de alguna manera en las
bases y en la esencia de la humanidad. “La necesidad de trasmitir
conocimientos y habilidades, el deseo de adquirirlos, son una
constantes de la condición humana” (p. 169), además “el deseo
de conocimiento, el ansia de comprender, está grabada en los mejores
hombres y mujeres. También lo está la vocación de enseñar. No hay
oficio más privilegiado” (p. 173).
Enseñar -nos- salva. Es lo que pienso. Comparto por ello la idea de
que “Llegar a Schopenhauer es entrar en un bosque elevado que nos
permite respirar a pleno pulmón y restablecernos” (p. 110).
Ahora bien, callar en un mundo en donde el ruido, el escándalo, la
palabrería es un valor, puede llegar a ser un insulto a la razón
dominante, al sentido común. Incluso, un delito. “La enseñanza
auténtica puede ser una empresa terriblemente peligrosa” (p. 101)
advierte Steiner. A Orfeo, a Sócrates, a Jesús, los matan sus
conciudadanos (p. 20) “Enseñar sin un grave temor, sin una
atribulada reverencia por los riesgos que comporta, es una
frivolidad” (p.101), insiste. Acaso el poder sospeche que “Enseñar
con seriedad es poner las manos en lo que tiene de más vital un ser
humano” (p. 26). Más adelante arrecia la misma idea: “Hasta la
posesión carnal consumada es una minucia comparada con la temible
imposición de manos en los vivo de otro ser humano, en su
despliegue, que está implícita en la enseñanza” (p. 135).
Las formas del poder que conocemos, tanto como desprecian la
verdadera enseñanza, estimulan la enseñanza mediocre, una que
arranque “de raíz la esperanza”. Las metas utilitarias, afirma
Steiner, son destructivas (p. 26). Además, enseñar es “despertar
dudas” y forma “para la disconformidad” (p. 102), y ambos
sacudimientos, duda y disconformidad no se avienen con las certezas y
la conformidad que exige el plan de mantenimiento y sometimiento al
poder. El peligro está en paradojas como esta: “el ateísmo es la
sal que conserva a la fe libre de corrupción” (p. 104).
Que leer libros como el de Steiner nos acompañen como esta máxima
de Martin Buber: “La alegría da una casa al espíritu; la tristeza
lo envía al exilio” (p. 149).